La privacidad de los datos siempre ha sido un terreno delicado. A lo largo de los años, he tenido muchas conversaciones en las que me preguntaban por qué aceptaba cookies sin pensarlo dos veces, o por qué no me preocupaba demasiado por ceder información a Google. Siempre respondía algo parecido: trabajo en marketing, y muchas veces el trato me parecía justo. Doy algo a cambio de un servicio mejor, más rápido, más afinado a lo que busco.
Pero ahora estamos entrando en otro nivel. Una nueva capa. El affective computing o computación emocional.
Esta tecnología es capaz de leer nuestras emociones a partir de gestos, microexpresiones, el tono con el que hablamos, incluso el ritmo al que escribimos. No hace falta decir nada: nuestro cuerpo, sin querer, ya está hablando. Y todo eso, claro, tiene un valor enorme en el mundo comercial. Desde ajustar una campaña en tiempo real hasta adaptar la experiencia de compra a cómo te sientes en ese preciso instante.
Y aquí empiezan las preguntas difíciles. ¿Queremos que una IA sepa si estamos tristes, distraídos o entusiasmados mientras navegamos por una web? ¿Seremos conscientes de cuándo y cómo se están leyendo nuestras emociones?
Pero también hay otra cara. Y no es menor. Lo que permite el affective computing en términos de personalización no tiene precedentes. Ya no se trata solo de sugerirte productos similares a lo que ya compraste, sino de que la tecnología responda a lo que estás sintiendo en ese momento. La experiencia de usuario, bien aplicada, podría ser tan natural como intuitiva. Casi humana.
Como siempre con la tecnología, la clave no está solo en lo que puede hacer, sino en lo que decidimos hacer con ella. Por eso, más que nunca, necesitamos criterio. El reto, y también la urgencia, es anticiparnos: diseñar con conciencia, con cuidado, y también con visión. Porque el futuro no es lo que viene. Es lo que dejamos que pase.